La educación también debe hacernos felices

La fuerza arrolladora de los avances tecnológicos no solamente impacta en la economía y nos cambia la vida, sino que también nos interpela en la condición de seres productivos. Es decir, la revolución en la economía del conocimiento obliga a repensar el trabajo y los saberes necesarios para ser parte de ese mundo, pertenecer a un sector o actividad productiva que brinde sustento económico y social a quien la realiza.
En medio de esta revolución tecnológica, son dos los retos para los que el sistema debe prepararse; el primero, que las personas se autoconozcan y diseñen su futuro, y el segundo, que es el realmente impostergable, adaptar los mecanismos de formación para que las capacidades que se desarrollen tengan coincidencia con las demandas que existen en el mundo del trabajo. Si lo que soñamos es que nuestro país incremente sus ingresos por medio de la economía del conocimiento, hay que capacitar en todos los servicios que ese ecosistema absorbe.
Las condiciones de ese mundo competitivo, donde la innovación y creatividad hacen el diferencial, son benévolas para quienes tienen habilidades socioemocionales desarrolladas. Indefectiblemente, necesitamos poner el foco en que los ciudadanos tengan capacidad de resolver problemas, innovar y reponerse de fracasos, además de promover valores sociales, de entrega hacia los demás y de aprovechamiento del tiempo libre en actividades de ocio.
La escuela en nuestro país es una de las pocas instituciones que sigue de pie e integrada a su comunidad, pero está sola. Es desde allí desde donde debería llegar la revolución moral, ética y técnica. Por eso este es el tercer reto al que nos enfrentamos; la escuela tiene que estar a la altura de las circunstancias para crear ciudadanos fuertes y capaces para que el día de mañana encuentren su lugar en el mundo del trabajo. Es impensable una escuela que no interprete las transformaciones y se adapte a las personas, ya que, de no hacerlo, estas personas habrán fracasado antes de ingresar al mercado laboral porque sus saberes no serán adecuados a los procesos de generación de riqueza. Lamentablemente este último párrafo es más un diagnóstico de la situación actual que un posible escenario negativo imaginado.
No puede estar escindida la educación del trabajo. Necesitamos repensar las formas de evaluar a los estudiantes, poner el foco en el desarrollo de las competencias, en la implementación de evaluaciones. No podemos seguir sosteniendo un sistema educativo repulsivo y excluyente que se olvidó que el aprendizaje debe ser placentero y que eso es parte de la cultura. Tendríamos que comenzar a tomar a la educación por segmentos, siendo más relevante y transformadora que la educación formal, tradicional y homologada. Está claro que hay que replantear qué se enseña y cómo se lo hace, y también sería interesante desarrollar modelos híbridos, donde se pueda aprender, debatir, inspirar y guiar a los estudiantes.
Es clave detener el proceso de formar para un pasado que quedó lejano, de no poner el foco en la persona y la empatía. No podemos seguir permitiendo que haya personas que cuando egresan del sistema educativo no sean piezas clave en el mundo del trabajo; eso roza con la perversión, la maldad. Hoy pensar en el otro, en Argentina, es pensar en la educación, y para ello hay que brindar herramientas actuales.